28 ago 2015

Tanga Milonguera, relato de Nelson Verástegui

Ayer la vi después de muchos años. Estaba distraído leyendo en mi teléfono cuando de pronto se sentó frente a mí en el tranvía. Estaba vestida de religiosa pero su cara era la misma. Me miró ensimismada sin reconocerme, como si yo fuera transparente. La llamé: «¿Elma? ¿Wilhelmina?». La saqué de su aparente aturdimiento. Como si estuviera aterrizando de un viaje extraterrestre, me contestó en un idioma que no reconocí, quizás una lengua eslava. No insistí. Podría haber sido otra persona o su hermana gemela, si la hubiese tenido, o su doble perfecto. Al bajarme, observando su silueta lejana, los recuerdos de nuestra corta aventura emergieron del fondo de mi memoria.
Fue en Buenos Aires donde la encontré por primera vez. Estaba en la milonga de la tarde en la Confitería Ideal. Las lámparas colgantes del cielo raso, las columnas de mármol, el piso brillante y la decoración retro daban un aspecto de otro siglo al ambiente. Mientras bailaba con una amiga francesa la vi sentarse muy cerca de la pista de danza para cambiarse de zapatos. Su cuerpo perfecto, su minifalda y su blusa de mangas cortas resaltaban su figura. Su pelo castaño rojizo estaba sujeto por una hebilla en la coronilla de su cabeza dejando ver sus bonitas orejas con unos aretes que alargaban su cuello esbelto. Cuando la tanda de milongas acabó volví a buscarla con mis ojos. La corta cortina de música de jazz o de salsa me parecía más larga que de costumbre. No estaba. Las mujeres aprovechan esas pausas para ir al baño para arreglarse y salir tan frescas como habían llegado. En la siguiente tanda de valses la volví a ver bailando con un buen tanguero que le hacía voleadas y sacadas con elegancia. Me dije mientras estrechaba en mis brazos a mi pareja: voy a bailar con esta joven nueva hoy mismo. Estuvo tan dedicado a ella que no me quedó más remedio que renunciar a mis planes y bailar con otras todo el rato. Los vi salir y alejarse juntos antes del atardecer.
La segunda vez que la apercibí fue en otra milonga. No recuerdo si fue en Niño Bien, Sunderland o tal vez Gricel. En todo caso se acercaba el fin de mis vacaciones porteñas. De nuevo apareció en la pista sin que la viera entrar. Estaba con una falda negra y una blusa azul. En brazos de otros bailarines muy experimentados y con los ojos cerrados, iba interpretando las indicaciones que el cuerpo y los brazos de su pareja le marcaban. Me puse a bailar detrás de ellos tratando de captar su atención y de cruzar sus ojos. Había mucha gente y por momentos se me perdían en el torbellino de cuerpos enlazados. Las tandas de tangos, valses y milongas se sucedían sin que pudiera bailar con ella. Había mujeres muy hermosas en medio de otras menos interesantes. La dificultad que tenía para bailar con Elma la hacía única y anhelada. Era mi última oportunidad de tenerla entre mis brazos. No tuve suerte. Desapareció como llegó dejándome un sentimiento de tristeza.
Regresé a Europa y a mi trabajo en Ginebra. El otoño estaba por dar paso al frío invierno. Reanudé con viajes y ocupaciones rutinarias de banquero privado, entrecortadas por mi pasión por el tango argentino que me llevaba a ir a todas las milongas donde fuera. No sé cuántos meses pasaron hasta que un día en la milonga de Alejandro en la Rue du Vieux Billard un domingo por la noche apareció como por milagro. Fue increíble. Ahí sí, no iba a dejar pasar una tercera oportunidad. Crucé su mirada azul apenas terminó de ajustarse los zapatos de danza y con un discreto cabeceo fui el primero que la invitó. Creo que fue con música de Pugliese, mi preferida, que la tomé entre mis brazos y sentí su cuerpo pegado al mío. Su respiración, su perfume y la palpitación de su pulso entre mis manos me excitaban. Sus hermosos senos se frotaban conmigo sin timidez. Era muy buena bailarina. Parecía adivinar perfectamente mis pasos, ocho cortados, salidas cruzadas, giros a la izquierda y derecha, ganchos, traspiés y toda la parafernalia de experto milonguero.
En la primera cortina al fin pudimos hablar por primera vez. Era suiza alemana. Tenía un bonito acento al hablar francés. Acababa de instalarse en la región. Trabajaba con un grupo hotelero viajando mucho para negociar contratos y probar servicios para una clientela selecta. Quedamos en vernos el fin de semana siguiente. Esos días me parecieron eternos. En esa época no había tantos lugares para bailar como ahora que se puede ir todas las noches a alguna parte. Tocó esperar al viernes por la noche hasta la cita en la milonga de Armando y Bárbara en la Rue de Lyon. Allí estuve esperándola tomando con parsimonia vino tinto desde que abrieron. Bailé un par de veces con otras pero estaba decidido a dedicarle la noche a Elma.
Así fue. La acaparé dejando pocas tandas para terceros. Primero hablamos de tango, de los famosos compositores como Di Sarli, D'Arienzo, Troilo, Pugliese, Canaro, Fresedo y Piazzola, luego de sus vacaciones en la Argentina y de sus clases de baile. No siempre estuvimos de acuerdo en gustos, pero nadie es perfecto. Ella había estudiado ballet sin llegar a ser profesional. La sorpresa me la dio proponiéndome ir a tomar mate a su apartamento esa misma noche. Aunque ese té amargo de los jesuitas no es mi preferido, acepté de inmediato.
Vivía en un pequeño apartamento con vista al lago, decorado con gusto, modernismo y simplicidad. Las luces de la ciudad y los reflejos en el agua eran cómplices de nuestra primera conversación a solas, en tête à tête. Me pareció curioso que me dijera que el tango era su terapia, que su sicoanalista se lo había aconsejado y que no se arrepentía de haberle seguido la idea. No tardamos en darnos el primer beso apasionado en medio de las cacerolas de su cocina. Compartíamos esa febrilidad de los nuevos amantes. La segunda sorpresa fue decirme que a ella no le gustaba acostarse con sus enamorados la primera noche, que teníamos que ir muy lentamente en ese terreno, pues sus experiencias pasadas le habían dejado malos recuerdos. Y yo que estaba listo a revolcarme con ella entre sus sábanas tuve que irme solitario y pensativo a casa.
En las dos o tres semanas que siguieron, nuestras ocupaciones nos alejaron. Solo mantuvimos contacto telefónico. Hasta temí haberme equivocado y que Elma quisiera tal vez una relación muy seria y estable que no me convenía pues me dan pánico. Me aguanté hasta la siguiente cita en la milonga de Mariela en la Rue de Montbrillant. Bailamos muy apretados como la primera vez. Cuando me iba a ir a casa, volvió a decirme que fuera a la suya a tomar mate. Le dije francamente que no me gustaba tener que refrenarme después de tantos besos apasionados. «No te preocupes. Esta noche va a ser muy diferente», comentó sonriendo con picardía.
Llegamos muy contentos a su apartamento. Como hombre precavido vale por dos, había llevado una botella de champaña muy fría en mi carro para celebrar la noche en caso de que las cosas fueran por buen camino. Se la di de regalo. Me dijo que esperara en la sala y que me pusiera cómodo. Me hubiera gustado verla volver en ropa interior vaporosa, pero al contario llegó más vestida que antes, con sombrero, abrigo, guantes largos, medias de malla y zapatos de tacón, todo en tonos rojo y negro. Puso tangos modernos de Gotan Project en su equipo de sonido y empezó a bailar sola. Quise levantarme para acompañarla en un abrazo, pero me ordenó que me sentara a ver el espectáculo que me había preparado. Era una coreografía muy sensual que acompañaba un striptease como de cabaret. Su piel blanca bronceada, sus cabellos largos, sus ojos claros, su cuerpo perfecto giraban alrededor mío sin dejarme tocarlo. Mi virilidad estaba levantándose con ímpetu. Cada prenda de vestir que se quitaba me enloquecía cada vez más. Mi piel estaba como de gallina al sentir el roce de sus dedos cuando pasaba cerca de mí. Ya solo le quedaba la ropa interior con encajes, tanga, sostén y corsé apretados que parecían estallar con el volumen de sus armoniosas formas femeninas.
Yo me iba a desnudar, pero me detuvo diciendo que sería más excitante si ella lo hacía. Me puso un pañuelo vendándome los ojos. Sentí sus manos expertas recorrer mi anatomía desabotonándome, bajándome la cremallera o desatándome los lazos de los zapatos. Comprendí que había abierto el sofá cama de un solo golpe. Mi corazón estaba palpitando a mil. Nos abrazamos y besamos desnudos. Trataba de controlarme reservando mis fuerzas para llegar al orgasmo al mismo tiempo que ella, pero no me dejaba tocar su sexo ni acercar el mío. Insistía diciendo: «despacio, sin prisa, con suavidad, tenemos tiempo». Ya desesperado me quité el pañuelo de los ojos y le vi lágrimas en los ojos. Estalló en llanto y mi pasión se apagó como con una ducha de agua fría.
Logré calmarla. Me contó que padecía una enfermedad sicológica cuyo nombre no recuerdo pues me lo dijo en alemán. Era un pavor incontrolable a tener relaciones sexuales. Físicamente su vagina se cerraba cuando la iban a penetrar y el dolor no la dejaba continuar. La terapia del tango le había servido mucho, ya que antes con solo sentir el abrazo de un hombre, padecía dolores internos. Ahora estaba saliendo poco a poco de su trauma. Todavía necesitaba muchas sesiones de sicoanálisis para curarse por completo. Creyó erradamente que ese día perdería su virginidad conmigo.

Esa noche volví a dormir solo a mi casa. Decidimos darnos un tiempo de espera para el siguiente encuentro. La dejé de ver en las milongas ginebrinas. Una vez que coincidimos de nuevo en una, bailamos un par de veces pero el encanto y el hechizo se había esfumado. Me prometió avisarme si lograba salir de su problema para volver a intentarlo. Después desapareció de mi vida y sólo ayer surgió en el tranvía. Prefiero pensar que no era ella y que un día de estos me llamará para darme una buena noticia y bailar de nuevo en alguna milonga.

Relato aparecido en Relatos fotoeróticos, publicado por Ediciones Irreverentes

19 ago 2015

De rodillas, relato de Melanie Taylor Herrera

Ella siente que ya se ha despedido con gusto. La noche anterior, a horcajadas sobre él, lo llevó cuesta arriba a exclamaciones tan placenteras que seguramente los vecinos se enteraron de sus actividades amatorias. Vestida en un indiscreto bodyde casi inexistente encaje negro fue una buena vaquera con su portentoso trasero al aire como le gusta a él. Especialmente con un espejo puesto detrás para que desde su posición acostada él pueda deleitarse verla subir y bajar mientras se eriza de forma explosiva por dentro... Y ahora le pide que se ponga de rodillas.
Ella no quiere esa sensación húmeda y está cansada.
–Vamos , cariño, es lo último que te pido antes de irme de viaje. –le suplica él.
Ella accede y lentamente va bajando hasta que sus ojos quedan a la altura de la cremallera del pantalón de su amante. Sus nalgas siente el frío del yeso  húmedo. Su hombre es escultor y desea hacer un molde de esas nalgas que él ha decidido son perfectas. ¡Qué capricho!

18 ago 2015

Detrás de las cortinas, relato erótico de Carolina Sánchez Molero

Relato "Detrás de las cortinas", de Carolina Sánchez Molero, publicado en la antología Relatos Fotoeróticos de Ediciones Irreverentes.
Los pájaros del balcón comenzaron a piar sin armonía. Marta, recién levantada, se acercó lentamente y con paso torpe hasta la puerta de madera.Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando una ráfaga de aire entró por debajo de la larga camiseta que utilizaba como pijama.
De repente y veloz como un rayo, Marta cerró el amplio y desvencijado ventanuco.
Llevaba viviendo en aquella especie de mansión desde que tenía memoria, y aún así, los días de tormenta, seguía sintiendo aquel temor de cuando era niña.
Escuchó ruido en la cocina. O eso creyó. Por supuesto, no podía ser nadie, ya que Marta no tenía compañía alguna en verano. Ella se quedaba todos los periodos estivales en la casa familiar, mientras que sus padres y hermanas viajaban por todo el país. Claro que siempre se quedaba con las ganas de acompañarlos, pero su monótono trabajo de dentista no se lo permitía. Los problemas bucales aparecían, fuera la época del año que fuera y su jefa era un hueso duro de roer.
- Una semana de vacaciones en agosto – Le dijo cuando empezaba a trabajar en la consulta – Luego, cuando cojas experiencia podrás llegar a un mes de descanso veraniego.
Aquella mujer madura, siempre iba vestida de ejecutiva. Sus piernas agradecían las faldas tan cortas que acostumbraba a ponerse. Y las camisas con varios botones desabrochados, eran la admiración, sobre todo, de los clientes masculinos.
Su jefa la había engañado soezmente. Marta llevaba trabajando para ella cinco años, y aún sus vacaciones duraban siete días. A pesar de sus intentos por convencerla para irse más días de agosto, Julia no daba su brazo a torcer.
- Tenemos mucho trabajo en el mes más caluroso del año – Le decía mientras la miraba de arriba abajo – Creo que no deberías adelgazar más.
Julia siempre tenía en cuenta la imagen del negocio. Cada vez estaba más y más pesada con la imagen corporal de su empleada.
- Tienes unos pechos muy bonitos – Le expresaba, mientras se acariciaba con la punta de los dedos, su propio escote – Deja que se te vean, mujer.
Marta estaba cansada. Muy cansada. Todo en su vida, parecía girar en torno a su jefa de cincuenta años.
- Cuando yo era una jovencita como tú, era muy consciente del poder de mi cuerpo, querida – Julia se apoyaba con delicadeza en la mesa de su despacho, con los ojos entornados, sin dejar de mirar casi de forma lasciva, las curvas de Marta.
Alguna vez la joven dentista, había pensado que su jefa la acosaba. Pero rápidamente se le iba la idea de la mente. Marta no podía imaginar que a una mujer le gustara otra. Y más su jefa, que sabía de buena tinta que salía cada mes con un hombre distinto.
Así que, cuando Marta escuchó ruido en la cocina, lo primero que hizo fue mandarle un mensaje a Julia, ya que era la única persona que conocía, que aún no se había ido de vacaciones.
Algo asustada, la joven bajó las escaleras hacía el piso donde estaba la cocina y el salón.
El ruido del viento, no le permitió a Marta escuchar el sonido de un móvil en la planta baja. Si lo hubiera hecho, quizás no habría bajado tan felizmente.
Agarrada a la vieja barandilla de madera, los pies descalzos de Marta llegaron al rellano de la entrada. Allí, tuvo un breve y rápido pensamiento. Desde que comenzaba el calor, se quitaba la ropa interior para estar más cómoda durmiendo y ahora mismo, iba tan solo con una amplia camiseta casi transparente, y si había alguien de verdad en la casa…
Su imaginación voló hacía una escena que no deseaba en la vida real, pero que le solía excitar en sus largas noches de soledad. Lo raro para ella, es que en el suceso que imaginaba, casi siempre era una mujer la que la espiaba desde detrás de las cortinas. El simple hecho de observar en su mente, unos pechos desnudos cubiertos únicamente con la fina tela de una cortina, le hacían llegar al clímax casi en el acto.
 El timbre de la puerta principal le hizo dar un respingo.
- ¡Tengo un cuchillo! – Gritó la joven sin girar el pomo – ¡Así que sea quien sea, márchese!
Aún era de madrugada y a veces, jóvenes de fiesta, molestaban de esa manera a los habitantes de la mansión.
Una voz conocida, la puso en alerta.
- Marta, querida – Se escuchó detrás de la puerta – Soy Julia. He recibido tu mensaje y ha dado la casualidad que estaba por la zona…
Marta algo dubitativa, descorrió la cadena de la cerradura y abrió lentamente la puerta.
En el otro lado, su exuberante jefa, le sonreía con picardía. Marta se quedó paralizada.
- ¿No me vas a dejar entrar? – Julia empujó ella misma la puerta y dio un paso hacia el interior de la casa.
- Sí, claro – Las palabras susurradas por Marta, apenas fueron audibles.
- Veo que me has estado haciendo caso – La miró detenidamente – Has engordado un poco. Me parece estupendo…
Marta protegió su cuerpo con sus brazos y manos.
- Voy a vestirme – Dijo, mientras salía corriendo escaleras arriba.
La esbelta jefa, miró como Marta subía al primer piso, con una media sonrisa de placer en su rostro. A pesar de que la joven intentaba taparse con delicadeza su zona íntima, cada vez que subía un escalón, Julia podía ver su trasero y parte de su sexo al desnudo.
- ¡Si quieres que te ayude! – Exclamó la mujer - ¡No tienes más que decírmelo! – Julia, con sus
manos expertas, se acarició en círculos los pechos.
Marta había sentido la mirada caliente de su jefa clavada en ella, mientras subía a su habitación. En ningún momento se había vuelto, para comprobar si la sensación era real o solo producto de su pródiga imaginación.   
La joven, con el susto aún en el cuerpo, se quitó la camiseta y la tiró encima de la cama.
Aún creía sentir como unos ojos la vigilaban.
El cuerpo desnudo de Marta, era aún más espectacular que con ropa. Julia, que había subido las escaleras con mucha precaución tras ella, lo observaba desde una esquina de la puerta del cuarto.
Nada en la joven dentista, disgustaba a Julia. Sus pechos grandes y duros, sus nalgas respingonas y su bonita cara, hacían de Marta, un placer extremo que Julia disfrutaba, mientras la observaba sin ser vista y se mordía el labio inferior.
Marta por su parte, imaginaba que la escena que tanto la excitaba y había imaginado en sus noches de soledad, se estaba produciendo en esos precisos instantes, así que antes de comenzar a vestirse, se sentó en su cama mientras hacía como que miraba algo en el teléfono móvil. Poco a poco, fue abriendo sus piernas.
Julia apenas podía contener la respiración. Un leve y apagado gemido, salió de sus labios. La joven pudorosa que había conocido hacía cinco años, estaba ofreciéndole una escena inolvidable.
El corazón de Marta latía cada vez más rápido. El solo hecho de pensar que la estaban mirando, hacía estremecer de deseo todo su cuerpo.
Hubiera sido o no decorosa, la dentista en esos momentos no lo era. Su mano derecha sostenía el teléfono y la izquierda rozaba de modo casual, sus pezones erectos.
Su jefa estaba acostumbrada a no hacer ruido. Llevaba años observando, no solo a su atractiva empleada, sino también a muchos de los clientes de su consulta. Desde muy pronto, Julia se había acostumbrado a excitarse de esa forma. Se asomaba a la ventana de su piso y observaba a la gente pasar. Gracias a su gran imaginación, una chica o un chico, vestidos con los atuendos típicos del verano, no eran solo chicos que pasaban debajo de su casa… Eran sus acompañantes silenciosos, cuando la excitación recorría como una corriente todos los lugares sensibles de su cuerpo.
Por unos instantes Marta se cohibió. No estaba segura de que Julia la estuviera verdaderamente observando, pero la mera sospecha de que así era, le hizo avergonzarse.
Una cosa eran sus fantasías y otra muy distinta, que todo lo que ella deseaba, pudiera pasar en la vida real.
Tuvo la intención de tapar su cuerpo desnudo con la sábana, pero esa idea pasó muy fugazmente por su cabeza. Estaba excitada y necesitaba expulsar aquella tensión que ahora la ahogaba, después del sobresalto por el ruido en la cocina.
Pensó entonces que no había comprobado la estancia, una vez que Julia hubo entrado en su casa. Sintió algo de pánico, pero éste la hizo vibrar más, al imaginar a un desconocido mirándola junto a Julia, escondidos ambos tras las cortinas.
A pesar de que Marta racionalizaba la situación y sabía que lo correcto era detenerse, vestirse y buscar al presunto intruso, sus manos no la obedecían. Sin pausa y como si estuviera inmersa en una de sus múltiples fantasías nocturnas, la joven abrió por completo las piernas y comenzó a acariciarse todo su cuerpo.
Julia no podía apartar la mirada de los voluptuosos pechos de Marta. Y Marta no dejaba de mirar hacia el balcón de su habitación.
Fue entonces, cuando la joven creyó ver a alguien escondido detrás de las cortinas. Un grito ahogado de puro placer, subió desde su sexo hasta su garganta. Había llegado al éxtasis sin apenas mover sus dedos, que permanecían temblorosos entre sus piernas ya cerradas.
Julia también gritó, pero con más brío que Marta.
- ¡Cuidado! – Avisó la jefa – En el balcón…
Julia no pudo terminar la frase, ya que un hombre cubierto con un pasamontañas negro, había salido bruscamente de las cortinas.
Marta tragó saliva.
El desconocido intentó abrir el balcón torpemente, mientras amenazaba a las dos mujeres con una gran linterna, a modo de arma.
- No os mováis – Dijo con la voz temblorosa.
Tanto Julia como Marta obedecieron.
El hombre, que ya había conseguido abrir las puertas del balcón, miró hacia abajo y se lanzó al húmedo césped del jardín.
Marta reaccionó. Cubrió su cuerpo con la camiseta y se quedó mirando a su jefa sin pestañear.
A pesar de que había tenido dudas sobre sí estaba siendo observada por Julia, ya no las tenía. Por eso, no le hizo falta preguntar cuánto tiempo llevaba escondida.
Sin mediar palabra, Julia se acercó a la joven que se había levantado de la cama y ahora permanecía muy quieta cerca del balcón. La tenue luz que comenzaba a aparecer detrás de las nubes, atravesaba con facilidad el improvisado pijama casi transparente de Marta.
Julia le ofreció sus brazos.
Sin dudarlo, Marta se dejó envolver por la cálida piel de su jefa y cerró los ojos.

Todo parecía haber terminado, sin embargo la joven dentista supo que en realidad, la historia no había hecho más que empezar.
Relato "Detrás de las cortinas", de Carolina Sánchez Molero, publicado en la antología Relatos Fotoeróticos de Ediciones Irreverentes.

A la orilla del río, relato de Antonio Gómez Rufo


A la orilla del río, relato de Antonio Gómez Rufo publicado en la antología de Ediciones Irreverentes Relatos fotoeróticos

Acostumbrábamos a bajar cada tarde a la orilla del río, después de comer, mientras en casa todos dormían la siesta y jugábamos hasta cerca de las seis, cuando la hora de la merienda empezaba a hacer estragos en nuestros estómagos. Aquel verano lo recuerdo como una etapa luminosa y risueña, como un paréntesis feliz en mi adolescencia.
Había cumplido trece años en el mes de junio. Era un buen estudiante y el curso se había quedado atrás satisfactoriamente superado. Cuando, a primeros de julio, como cada año, llegué con mis padres a la casa del campo junto al río pensé que sería otro largo y aburrido veraneo plagado de paseos en bicicleta, sobremesas tediosas, siestas innecesarias y largas veladas frente al televisor mientras afuera las tormentas nocturnas martilleaban la sierra. Y así, tal y como suponía, transcurrieron los días de la primera semana.
Por fortuna, algo ocurrió y cambió el curso de mis vacaciones: mi padre tuvo la feliz idea de invitar a su jefe, con su familia, a pasar unos días con nosotros y el director general en cuestión, valorando la cercanía de nuestra casa de campo y tal vez la economía que supondría la aceptación, accedió a llegarse hasta nuestro retiro y a instalarse allí “tan solo por unos días”, sin que ni mis padres ni yo sospecháramos que los días serían casi treinta.
Don Hipólito, el jefe de papá, llegó una tarde en su flamante coche, largo como una tarde jugando al parchís, acompañado de su mujer, Petra, Patro, o algo así, y su única hija, que se llamaba Conchita. La niña tenía quince años y su cara pálida, enmarcada por una melena rubia deslavazada, le daba aspecto de muñeca frágil, cursi y melindre.
De esas de mírame y no me toques.
Cuando mi padre nos comunicó que vendría su jefe con toda su familia, y me advirtió de que tendría que portarme bien, me ilusioné pensando que tal vez en la familia de don Hipólito habría algún chico de mi edad con el que pelearme a gusto y jugar a hombres. Pero llegó aquella sosa, a punto de resquebrajarse, y pensé que aquello iba a ser un infierno.
La niña parecía sosa, pero aquello resultó ser mera una apariencia. Pronto tuve ocasión de comprobar que su genio era endiablado, que era mandona como ella sola y que mantenía a raya a sus padres, con un carácter que se lo llevaban los demonios. Sus padres se desvivían por ella, la mimaban y protegían como si fuera a descuajeringarse al menor soplo de viento, y Conchita, mimada y cursi, abusaba de ellos todo lo que quería, les aplicaba severos correctivos con lloriqueos y malas contestaciones y, cuando se lo proponía, les imponía las actitudes más incomprensibles, o les castigaba con el silencio o el desprecio. Y ellos todo lo aceptaban de buen grado, complaciéndola, desviviéndose por su felicidad.
Durante la cena, aquella primera noche, la niña se destapó rechazando la sopa, diciendo que no le gustaba el pescado y obligando a mi madre a prepararle una tortilla a la francesa, lo que hizo en aquella ocasión con mucho gusto, aun siendo prevenida de programar las comidas en los días siguientes, que desde entonces, previsoramente, consultaba con la niña.
Aquella noche yo calculé las escasas posibilidades de convertirla en mi compañera de juegos y me plantee serias dudas sobre su afición al fútbol, las carreras de bici y otras diversiones fundamentales para mí. Me dormí descartándola como amiga y proponiéndome no soportarla ningún capricho.
La sorpresa me la dio dos días después. Mi padre me había obligado a llevarla hasta la orilla del río para que viera lo bonito que era y, a regañadientes y visiblemente malhumorado, fui con ella hasta donde quiso. Como se dio cuenta de mi desagrado, que no me molesté en disimular, disfrutó mientras se reía de mí, mirándome de reojo e ironizando sobre su maldad y mi desgracia. Al cabo, no aguantando más, le grité:
- ¡Eres idiota, niña!
Y ella, con los ojos azules clavados en los míos, gritó aún más fuerte:
- ¡El idiota lo serás tú! ¡Además, yo soy una mujer! Lo que pasa es que tú eres un crío.
No pude contenerme y le di una patada, floja eso sí, pero una patada que desencadenó la pelea más fantástica en que he participado nunca. ¡Qué pelea! ¡Me dio una paliza de muerte! Puñetazos, bofetadas, tirones de pelo, arañazos, zancadillas… Me dejó hecho unos zorros. Yo apenas si llegué a darle un par de golpes en los brazos y un intento de zancadilla que acabó con mis huesos en tierra. ¡Qué pelea! Quedé exhausto, jadeando en el suelo, y ella de pie sonriendo y sin el menor síntoma de fatiga. Estaba preciosa, allí, triunfadora, con sus cabellos rubios al viento y a contraluz del crepúsculo.
No sé por qué, pero no me enfadé. Al contrario, me pareció que aquella sosa y cursi podía ser una buena colega para mis vacaciones. Yo también sonreí.
Cuando quise incorporarme no pude. Me dolía todo el cuerpo. Aquella salvaje me había dejado baldado y pensé que nunca podría levantarme. Menos mal que ella se dio cuenta de mi situación y se sentó a mi lado.
- ¿Te duele?  
- No.
- Pues te echo una carrera.
¡Estaba loca! Le dije que luego, que ahora estaba bien así, tumbado en la hierba, y ella se reía más y más mientras yo intentaba incorporarme para comprobar si me quedaba algún hueso sano porque, por lo que me dolían, rotos los tendría casi todos. Ella se reía, y en su congestión terminó tendida sobre mí, con la cabeza apoyada en mi pecho. Después me volvió a mirar sin perder la sonrisa, observó mi semblante serio y me dio un beso en la mejilla. Sentí algo que no puedo definir.
Por fortuna no tenía nada roto, sólo unas agujetas que se extendían por todo el cuerpo. Poco después me levanté y volvimos a casa, hablando del río, de la tarde y de lo buenas que eran las peleas. Desde aquella tarde, todos los días a la hora de la siesta, bajábamos a la orilla del río.
Y pasó lo que tenía que pasar.
Un día nos bañamos desnudos escondiéndonos mientras nos quitábamos la ropa y nos vestíamos después del baño. Otro día jugamos a pelearnos en el agua, desnudos, y nos tocamos y nos aprovechamos cada cual del cuerpo del otro. Al cabo de una semana nos acariciábamos sin rubor y nos explorábamos como si estuviéramos descubriendo territorios ignotos y misteriosos, y con ese afán nos aplicábamos a ello. Ella me enseñó muchas cosas, sobre todo a disfrutar de mi propio cuerpo, y con sus manos expertas me proporcionó los mayores placeres que recuerdo. Hasta que una tarde decidió, entre el follaje de la ribera, tenderse sobre mí y acoplarse a mi cuerpo con una precisión matemática. Poco después sudábamos los dos con la respiración entrecortada y espasmos llenos de placer.
Por aquellos días éramos, sin duda, los seres más felices de la tierra.
Conchita era, como había anunciado, muy mujer. Nunca la vi pudorosa ni avergonzada. Practicaba los juegos del amor como algo natural, justo lo contrario de la sensación que yo tenía por lo que me habían hecho creer en casa y en el colegio, y el avergonzado era siempre yo cuando terminábamos las explosiones de júbilo. Ella, con toda naturalidad, permanecía desnuda a mi lado, mientras yo me tumbaba boca abajo para encubrir mi masculinidad todavía agitada, y ella hablaba y hablaba, sin parar, de las cosas más variadas, de sus compañeros de clase (asegurando que yo estaba mejor dotado que muchos de ellos) y de sus padres, con lo que disfrutaba molestándoles y haciéndoles rabiar.
Tres semanas después su carácter se había suavizado hasta el punto de que sus padres consideraron muy beneficiosa mi compañía y los míos empezaron a tomarle cariño. Todas las tardes bajábamos a la orilla del río y jugábamos a besarnos, a acariciarnos, a reconocernos en nuestras profundidades y a hacer el amor, arte en el que llegué a ser un buen aficionado y en el que algunas veces podía insistir hasta tres envites seguidos y una cuarta, pasado el chapuzón.
Tanta felicidad llegó a su fin antes de que pudiera darme cuenta. Los días de las vacaciones pasaron y Conchita se marchó con sus padres con la promesa vaga de que volveríamos a vernos en cuanto ambos regresáramos a la ciudad. Me quedé solo, triste y aburrido, y los días que luego permanecí allí resultaron interminables e insufribles, desgarrado por la ausencia de mi compañera de juegos.
Ahora recuerdo aquel verano como un paréntesis luminoso y risueño, feliz, en mi adolescencia. Lo recuerdo bien porque de resultas de aquellos días Conchita se quedó embarazada, mi padre fue despedido de la empresa, se arruinó y nos tuvimos que venir a vivir al pueblo, con los abuelos.
Me contaron que Conchita abortó y que nada más pasó en la familia de don Hipólito.

En la mía sucedieron muchas cosas, pero esa es otra historia.
A la orilla del río, relato de Antonio Gómez Rufo publicado en la antología de Ediciones Irreverentes Relatos fotoerótico