«¿Qué irá a pensar la gente? ¡Pues que
somos adultos y no nos falta la imaginación!», se contestó a ella misma. Iban a
ponerse manos a la obra. Las de ella sobe el teclado del PC, las de él
acariciándola por todas partes. Desnudos. Sentada en la posición del loto sobre
su amante escritor que le dictaba lo que se le iba ocurriendo. «Sesenta y
nueve», dijo en la oscuridad. Por fortuna el teclado tenía luz que permitía ver
las letras. La pantalla los bañaba de azul muy tenue. «Es incómodo escribir
así», murmuró. «No brinques que me haces cometer faltas de ortografía y no nos
aceptarán el cuento», gruñó. La silla chirriaba y se tambaleaba peligrosamente,
la mesa crujía con buen ritmo, los papeles y libros oscilaban, los diccionarios
cambiaban de páginas saltando de coño a verga, de vagina a orgasmo, de
fetichismo a voyerismo, de pecado a moral. «Vamos por ciento treinta y cuatro
caracteres y no toma forma», jadeaba. Por momentos paraba de escribir para
buscar un sinónimo, una mejor rima o acariciar las nalgas de su amante
inspirador. «Retente y espérame, amor. No vayas tan rápido. Con calma, mi
vida», decía con sus dedos ágiles golpeando las teclas, sintiendo las manos de
su macho acariciar sus pezones o apretar sus labios. «Vamos en doscientos
caracteres y ya no me aguanto más. Es una tarea imposible. Cambiemos de
posición antes de que nos caigamos al piso», ordenó. Ahora empujando el PC al
centro de la mesa, arrodillándose en la silla y levantando las nalgas, pidió
que le besara profundamente el sexo. «Así estoy más incómodo que antes y no
podré aguantarme más, pero lo intentaré», rezongó buscando con la lengua la
oscuridad húmeda y profunda. En esas sintió una fuerte palmada en una nalga.
«¿Qué pasa? No te excedas que no nos aceptan el texto por pasarnos a lo
sado-masoquista», refunfuñó. «Era un zancudo, que no sé cómo pude ver en tanta
oscuridad, pero ya está muerto. Que no nos acusen de zoofilia. El jefe lo que
quiere son textos eróticos. Nada de porno ni de parodias cómicas. Me lo dijo en
un mensaje privado», replicó. «Tendremos suerte si alguien se excita leyendo
esto. Si al menos ha llegado a esta línea antes de abandonarnos por nuestras
proezas de contorsionistas chinos. Ya parecemos más una estatua del Kama Sutra
que a escritores eróticos serios», empujando su cuerpo sobre la boca de su
amante silenciado. «Me están dando cosquillas con tanto pinchar en me gusta de
estos fisgones. ¡Carajo! ¡Miguel Ángel, Guillermo, Félix, Elena, Sergio, Diana,
Andrés, Helga, Harold, Melanie! No sean fisgones. Así es más difícil», balbució
el macho jadeante. «Vamos por cuatrocientos cincuenta y dos y Elena ya casi va
a llegar a novecientos», sorprendida. «Elena nos va a ganar. Seguro que llega
al orgasmo antes. No hay duda. Menos mal que Diana María necesita más tiempo.
¡Je, je!», cansado. Un vecino insomne golpeó con el palo de una escoba desde un
apartamento vecino pues los gemidos y alaridos de la pareja en acción lo
desconcentraban. Era igual cada ocho días, justo cuando él tenía que escribir
una novela de terror. «Cambiemos de posición. Estoy cansada. Ahora escribes tú
mientras yo te chupo lo que sabemos. Olvídate del vecino inoportuno», bajándose
de la mesa para dejarle el puesto a su compañero sentimental. «Suavemente,
amor, para que alcancemos al límite convenido en el éxtasis de la pasión
compartida. Suavemente. Sin mordisquear. Con la lengua húmeda solita. Así,
Así», mientras escribía sin parar echándole un ojo a lo que los otros habían
publicado. Era difícil concentrarse a escribir de lo experta que era la boca
lúbrica de su compañera. «Ojalá nos dieran un premio por estos esfuerzos
sobrehumanos. Espero que no nos borren estos comentarios por inmorales según el
código de hipocresía del FB», tratando de concentrarse en sus escritos y
buscando inspiración. «No puedo más. Deja de escribir y ven a concluir sobre mi
cuerpo. Ven a derramar dentro de mí tu sabia imaginación en la savia de tu
semen», emocionada. «Aguanta y aguanta. Falta poco. No terminemos esta
experiencia precozmente. Pasaremos a la historia aunque la NSA nos espíe y borre esta
prueba de fuego», agarrando a su pareja para traerla a sentarse de nuevo sobre
él pero esta vez frente a frente. «Quédate quietica sintiéndome por dentro que
ya estamos a menos de doscientos cincuenta caracteres del final», apartando la
cabellera rubia de su diva para ver el teclado y la pantalla sobre su hombro.
Los libros y diccionarios dejaron de balancearse. Ya no saltaban las páginas de
clítoris a polla, del clic a tic, del timbo al tambo. La luz de la batería del PC
empezó a parpadear pidiendo corriente. Se preguntaba dónde estaría el cable
para enchufarla de una vez. El parpadeo se hacía más insistente. «¿Qué pasa?
Escribe y escribe», emocionada. «Enchufa el cable antes de que se nos borre
este texto, ¡joder! Está debajo de la mesa», insistente. «Ya está. Ahora me
siento sobre ti pero mirando la pantalla para ver cómo llegamos al final. Falta
poco. Estoy transpirando», entusiasmada. El macho empezó a moverse de nuevo
rítmicamente, el vecino reanudó sus golpes con la escoba, los chirridos de la
silla y mesa se hacían más estridentes, sus cuerpos húmedos y jadeantes subían
de temperatura. «Así, así. Ya llegamos al tiempo, guarrito mío», gimiendo al
unísono desgonzándose y cayendo al piso. «¡Coño! Leí mal. Eran caracteres, no
palabras», desilusionado.