A la orilla del río, relato de Antonio Gómez Rufo publicado en la antología de Ediciones Irreverentes Relatos fotoeróticos
Acostumbrábamos a bajar cada tarde a la orilla del
río, después de comer, mientras en casa todos dormían la siesta y jugábamos
hasta cerca de las seis, cuando la hora de la merienda empezaba a hacer estragos
en nuestros estómagos. Aquel verano lo recuerdo como una etapa luminosa y
risueña, como un paréntesis feliz en mi adolescencia.
Había cumplido trece años en el mes de
junio. Era un buen estudiante y el curso se había quedado atrás
satisfactoriamente superado. Cuando, a primeros de julio, como cada año, llegué
con mis padres a la casa del campo junto al río pensé que sería otro largo y
aburrido veraneo plagado de paseos en bicicleta, sobremesas tediosas, siestas
innecesarias y largas veladas frente al televisor mientras afuera las tormentas
nocturnas martilleaban la sierra. Y así, tal y como suponía, transcurrieron los
días de la primera semana.
Por fortuna, algo ocurrió y cambió el
curso de mis vacaciones: mi padre tuvo la feliz idea de invitar a su jefe, con
su familia, a pasar unos días con nosotros y el director general en cuestión,
valorando la cercanía de nuestra casa de campo y tal vez la economía que
supondría la aceptación, accedió a llegarse hasta nuestro retiro y a instalarse
allí “tan solo por unos días”, sin que ni mis padres ni yo sospecháramos que
los días serían casi treinta.
Don Hipólito, el jefe de papá, llegó una
tarde en su flamante coche, largo como una tarde jugando al parchís, acompañado
de su mujer, Petra, Patro, o algo así, y su única hija, que se llamaba
Conchita. La niña tenía quince años y su cara pálida, enmarcada por una melena
rubia deslavazada, le daba aspecto de muñeca frágil, cursi y melindre.
De esas de mírame y no me toques.
Cuando mi padre nos comunicó que vendría
su jefe con toda su familia, y me advirtió de que tendría que portarme bien, me
ilusioné pensando que tal vez en la familia de don Hipólito habría algún chico
de mi edad con el que pelearme a gusto y jugar a hombres. Pero llegó aquella
sosa, a punto de resquebrajarse, y pensé que aquello iba a ser un infierno.
Durante la cena, aquella primera noche,
la niña se destapó rechazando la sopa, diciendo que no le gustaba el pescado y
obligando a mi madre a prepararle una tortilla a la francesa, lo que hizo en
aquella ocasión con mucho gusto, aun siendo prevenida de programar las comidas
en los días siguientes, que desde entonces, previsoramente, consultaba con la
niña.
Aquella noche yo calculé las escasas
posibilidades de convertirla en mi compañera de juegos y me plantee serias
dudas sobre su afición al fútbol, las carreras de bici y otras diversiones
fundamentales para mí. Me dormí descartándola como amiga y proponiéndome no
soportarla ningún capricho.
La sorpresa me la dio dos días después.
Mi padre me había obligado a llevarla hasta la orilla del río para que viera lo
bonito que era y, a regañadientes y visiblemente malhumorado, fui con ella
hasta donde quiso. Como se dio cuenta de mi desagrado, que no me molesté en
disimular, disfrutó mientras se reía de mí, mirándome de reojo e ironizando
sobre su maldad y mi desgracia. Al cabo, no aguantando más, le grité:
- ¡Eres idiota, niña!
Y ella, con los ojos azules clavados en
los míos, gritó aún más fuerte:
- ¡El idiota lo serás tú! ¡Además, yo
soy una mujer! Lo que pasa es que tú eres un crío.
No pude contenerme y le di una patada, floja
eso sí, pero una patada que desencadenó la pelea más fantástica en que he
participado nunca. ¡Qué pelea! ¡Me dio una paliza de muerte! Puñetazos,
bofetadas, tirones de pelo, arañazos, zancadillas… Me dejó hecho unos zorros.
Yo apenas si llegué a darle un par de golpes en los brazos y un intento de
zancadilla que acabó con mis huesos en tierra. ¡Qué pelea! Quedé exhausto,
jadeando en el suelo, y ella de pie sonriendo y sin el menor síntoma de fatiga.
Estaba preciosa, allí, triunfadora, con sus cabellos rubios al viento y a
contraluz del crepúsculo.
No sé por qué, pero no me enfadé. Al
contrario, me pareció que aquella sosa y cursi podía ser una buena colega para
mis vacaciones. Yo también sonreí.
Cuando quise incorporarme no pude. Me
dolía todo el cuerpo. Aquella salvaje me había dejado baldado y pensé que nunca
podría levantarme. Menos mal que ella se dio cuenta de mi situación y se sentó
a mi lado.
- ¿Te duele?
- No.
- Pues te echo una carrera.
¡Estaba loca! Le dije que luego, que
ahora estaba bien así, tumbado en la hierba, y ella se reía más y más mientras
yo intentaba incorporarme para comprobar si me quedaba algún hueso sano porque,
por lo que me dolían, rotos los tendría casi todos. Ella se reía, y en su
congestión terminó tendida sobre mí, con la cabeza apoyada en mi pecho. Después
me volvió a mirar sin perder la sonrisa, observó mi semblante serio y me dio un
beso en la mejilla. Sentí algo que no puedo definir.
Por fortuna no tenía nada roto, sólo
unas agujetas que se extendían por todo el cuerpo. Poco después me levanté y
volvimos a casa, hablando del río, de la tarde y de lo buenas que eran las
peleas. Desde aquella tarde, todos los días a la hora de la siesta, bajábamos a
la orilla del río.
Y pasó lo que tenía que pasar.
Un día nos bañamos desnudos
escondiéndonos mientras nos quitábamos la ropa y nos vestíamos después del
baño. Otro día jugamos a pelearnos en el agua, desnudos, y nos tocamos y nos
aprovechamos cada cual del cuerpo del otro. Al cabo de una semana nos
acariciábamos sin rubor y nos explorábamos como si estuviéramos descubriendo
territorios ignotos y misteriosos, y con ese afán nos aplicábamos a ello. Ella
me enseñó muchas cosas, sobre todo a disfrutar de mi propio cuerpo, y con sus
manos expertas me proporcionó los mayores placeres que recuerdo. Hasta que una
tarde decidió, entre el follaje de la ribera, tenderse sobre mí y acoplarse a
mi cuerpo con una precisión matemática. Poco después sudábamos los dos con la
respiración entrecortada y espasmos llenos de placer.
Por aquellos días éramos, sin duda, los
seres más felices de la tierra.
Conchita era, como había anunciado, muy
mujer. Nunca la vi pudorosa ni avergonzada. Practicaba los juegos del amor como
algo natural, justo lo contrario de la sensación que yo tenía por lo que me
habían hecho creer en casa y en el colegio, y el avergonzado era siempre yo
cuando terminábamos las explosiones de júbilo. Ella, con toda naturalidad,
permanecía desnuda a mi lado, mientras yo me tumbaba boca abajo para encubrir
mi masculinidad todavía agitada, y ella hablaba y hablaba, sin parar, de las
cosas más variadas, de sus compañeros de clase (asegurando que yo estaba mejor
dotado que muchos de ellos) y de sus padres, con lo que disfrutaba
molestándoles y haciéndoles rabiar.
Tres semanas
después su carácter se había suavizado hasta el punto de que sus padres
consideraron muy beneficiosa mi compañía y los míos empezaron a tomarle cariño.
Todas las tardes bajábamos a la orilla del río y jugábamos a besarnos, a
acariciarnos, a reconocernos en nuestras profundidades y a hacer el amor, arte
en el que llegué a ser un buen aficionado y en el que algunas veces podía
insistir hasta tres envites seguidos y una cuarta, pasado el chapuzón.
Tanta felicidad llegó a su fin antes de
que pudiera darme cuenta. Los días de las vacaciones pasaron y Conchita se
marchó con sus padres con la promesa vaga de que volveríamos a vernos en cuanto
ambos regresáramos a la ciudad. Me quedé solo, triste y aburrido, y los días
que luego permanecí allí resultaron interminables e insufribles, desgarrado por
la ausencia de mi compañera de juegos.
Ahora recuerdo aquel verano como un
paréntesis luminoso y risueño, feliz, en mi adolescencia. Lo recuerdo bien
porque de resultas de aquellos días Conchita se quedó embarazada, mi padre fue
despedido de la empresa, se arruinó y nos tuvimos que venir a vivir al pueblo,
con los abuelos.
Me contaron que Conchita abortó y que
nada más pasó en la familia de don Hipólito.
En la mía sucedieron muchas cosas, pero
esa es otra historia.
A la orilla del río, relato de Antonio Gómez Rufo publicado en la antología de Ediciones Irreverentes Relatos fotoerótico